viernes, 23 de marzo de 2012

La Aguadita




Pese a lo desértico, la Ruta 43 nos pareció amigable en cuanto teníamos siempre el río Punilla al Este. Íbamos marcando las posibles entradas para nuestro próximo objetivo: Mina La Casualidad. Pero poco a poco comenzamos a tomar conciencia de que era demasiado desierto, que ante cualquier desperfecto las cosas serían muy duras. Orlando no sorprendió con un aviso que rompió lo monocorde del viaje, iríamos a la Escuela La Aguadita, a visitar una amiga suya, que allí vive, solitariamente (luego comprendimos que no conocíamos el alcance de esa palabra).

Una huella se abrió al Este y allí entramos, bajando entre elevaciones interiores que presentan un relieve áspero, a causa de la intensa meteorización bajo un clima árido, frío y ventoso. De pronto apareció la escuela. Una construcción alargada divida al medio, una campana y un mástil. También había un pequeño corral y una ¿casita?, de donde salió una maravillosa mujer cuyo recuerdo, aún me cautiva. Vivía sola, desde cuando la escuela quedo vacía, ya que las autoridades la habían cerrado por tener sólo 6 alumnos. Ella había aparecido allí tras venir desde San Antonio de los Cobres, con el propósito de cuidar de sus nietos, concurrentes a esa escuela. El director le permitió quedarse para ayudarla y cuando la escuela cerro, ella quedó de guardiana de la nada, y sola.

Criaba animales para alimentarse y vender quesillos; decía tener mucho trabajo ya con ello, y nos enseñaba mientras conversábamos, y lo hacía luego de pedirme como de casualidad: ¿No tiene para coquear? Cuando le preguntamos sobre por qué no tenía un hombre al lado, nos miro pícaramente y lanzó una risotada contagiosa tras lo cual dijo: los hombres no sirven para nada. Cuando son viejos no trabajan, se enferman y hay que cuidarlos. Para eso vivo sola. Y volvió a reir hermosamente (ella confesó tener 50 años).
 La escuela 167, La Aguadita, es vecina de la minera de litio en el Salar del Hombre Muerto, sobre el cual tiene una gran vista. Ella sólo recibe visitas muy esporádicas, sus vecinos son los mineros, y están lejos. 
Donde yo creo que vivir allí es un infierno, Doña Ángela tiene su propio paraíso.

Compramos quesillos, nos despedimos, y pusimos norte a un cementerio minero.

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